Sintracarbón. Reunión sindical de trabajadores de Glencore.
abril 27, 2020Resistencia de las comunidades indígenas de Colombia
mayo 22, 2020“Soy hija de la sabana, muy orgullosa me siento, y de ser criolla de cepa al Llano se lo agradezco, porque aparte de formarme me dotó de entendimiento (…) Llano de los mil caminos te quiero y te lo demuestro, como no voy a quererte si me diste este talento, con el que me identifico y con el que me alimento…”[1]
Los cantos emanaban a borbotones del profundo ser de aquellos artistas que coreaban a la res y a la alborada su mejor y dulce tonada, su cumbre y espontánea interpretación musical. El escenario del concierto no tenía una tarima ni se había adecuado un gran palco pal eufórico público, no se habían convocado espectadores. Sin la parafernalia logística y publicitaria de la función, lo más meritorio es que esos cantores trascendieron más allá del espectáculo de masas. La escena ocurría, y sucede aun, de vez en cuando, y en algunos espacios, al amanecer.
No hace mucho, todavía, que en los llanos del Orinoco o en el altiplano andino las mañanas eran un leve y mágico mugir. Eran los tiempos del seductor e innovador coqueteo del hombe por ganarse la voluntad de su musa mugiente, lisonjerías expresadas en canto, aquel refinado arte del morichal o del valle. Pero los tiempos y los escenarios, como la música o como la vida, generan nuevos ritmos e intérpretes, nuevos melómanos, nuevos compases y amaneceres…
Así como en la selva amazónica los abuelos o abuelas indígenas pregonan y entonan miles de cantos, sin repetir su vasto repertorio en muchas noches de baile en la Maloka, así la gente llanera o campesina de la región andina desentrañan de alma de su cotidianidad y su tradición agraria infinidad de versos poéticos que riman o cantan a sus cuitas y a los seres del territorio.
La entonación entonces se vuelve un aspecto cotidiano del campo, y la cotidianidad rural se entona o se ritualiza, con cantos u otras expresiones artísticas, en cada oficio, en cada saber y en cada actividad que desarrolla la gente, carismática y noble, que porta con destreza y con honor la impronta de la campesinidad; bastión de la identidad cultural de los pueblos del mundo.
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Habíamos rodado por esa cuesta que se erige, resbalosa y empinada -en desnivel vertiginoso- hacia abajo, antes de llegar al plan; estábamos encharcados y tiritando de frío. Generalmente los amaneceres del altiplano andino, como la mayoría de municipios del norte de Boyacá, se caracterizan por la nebulosidad densa y bajas temperaturas, que pueden llegar hasta cero grados en las cuestas o páramos.
Y en efecto ese día, las cabañuelas anunciaban un clima de terror: las heladas a las que las mujeres y hombres del campo temen por su capacidad destructiva de cultivos, montes y pastos, y que luego cuando, en el transcurso del día, arde el sol implacable, esos potreros y pajonales chirrean estridentes y pueden provocar, en algunos casos, incendios más devastadores que las mismas heladas o sequías.
Y aquella mañana de los primeros días de enero de 2017, pese a ser época de verano, estaba nublada, fría y lluviosa. La reseca que habían dejado las fiestas de año nuevo en La Capilla, apenas nos hacían despabilar, y por ello rodábamos de lo lindo, y de culo, como decían los campesinos, por esos arenales movedizos y escabrosos que, de no ser precavidos al tantear el terreno, rodaríamos al desfiladero de esas laderas previo a los terrenos del plan, donde se desarrollaría, en familia, la actividad de ordeño, dar agua y mudar las reses. Al llegar al plan las cosas cambian, al menos en la estabilidad del terreno, y en que uno o una se podía sostener firme, y hasta ufanarse de ser hijo de aquellas tierras. Allí estaban los sembrados y el ganado pa ordeñar.
El ordeño en la vida campesina es de tantas actividades que hay que hacer, a diario, en fincas y hatos ganaderos, pero con el paso del tiempo, con su práctica y por las relaciones que genera entre familias, comunidades y entre estas con el entorno, se ha convertido en una tradición en la cual la poética campesina ha tomado fuerza, y se ha dado a conocer, especialmente con los cantos de ordeños y la contribución de la leche a las economías locales y a la gastronomía, otra tradición agraria invaluable del campesinado del mundo.
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Escribo este relato desde las montañas andinas del altiplano cundiboyacense, medio prendado de campesinidad por donde se respire. En las mañanas acudo a donde los vecinos a recoger leche recién ordeñada, huevos y queso, entre otros productos deliciosos y frescos que los campesinos y campesinas nos proveen en esta época de pandemia, en que la vida nos está midiendo el pulso y el compromiso entre humanos y con la naturaleza, o que nosotros mismos, con nuestra torpeza de relacionarnos con la tierra, nos hemos puesto.
Cada que visito a los campesinos y campesinas en sus fincas o en sus labores de ordeño o de elaborar el queso, por ejemplo, los recuerdos brotan a borbollones de esa memoria campesina de familia y comunidad de mi infancia, antes de que por cuestiones de estudio y de ‘progreso’ me convirtiera en citadino, y hoy de nuevo celebro mi retorno al campo, lugar del cual vengo, al cual pertenezco y al que me debo. Y es que la memoria no es más que ese gran cúmulo de vivencias pasadas o recreadas, hoy, en la cotidianidad. Estas vivencias, experiencias o anécdotas adquieren una connotación cultural que trasciende a los tiempos y espacios, confluyendo en territorios culturales de vida más amplios, más -verdaderamente- prósperos, más complejos e insondables.
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Antes de salir del rancho Madrina había preparado un delicioso café, del que las campesinas tuestan, ellas mismas, y muelen en maquinitas manuales de manija. Las calorías de la panela que lleva el tinto son el aliciente que animan a salir de la cocina, impregnada de calor por las llamas que toman fuerza después de la nube de humo que se forma al prender la candela, y hace lloriquear la nariz ya blanda por la mucosa causada por la escarcha mañanera.
Aquella mañana, en Cusagüi (La Capilla) -corregimiento de La Uvita, que, en lengua muisca, que allí dejó su impronta, se denomina pradera de fértil labranza-¨[2], protegiéndonos del helaje con ruanas, pasamontañas y abrigos, salimos con la familia a ordeñar las cuatro vacas, que entre todas podían dar hasta doce o quince litros del cremoso líquido.
Había que traer leche pa preparar desayuno, alimentar los gatos, sacar mantequilla y cuajadas para alinear el amasijo: pan, mantecadas y colaciones que se cuecen con leña en hornos de barro; con estos productos se atienden visitas y se les dan las onces o refrigerio a los obreros.
Cogí la cuerda y manee la primera vaca para ordeñar (atarle las patas con una soga para evitar que corcovee y haga derramar la leche), una de mis sobrinas soltó el ternero para que mamará y las tetas de la vaca ‘aflojaran’ la leche, luego lo retiró y lo amarró lejos de la madre; ella escogió dos tetas, yo ordeñaría las otras. “Tío sabe que -me dijo ella-, hay leche, y bien tibiecita, hasta para bañarnos, ya que sumercé no se bañó la cara para venir a ordeñar…” y dicho y hecho, cogió las tetas más largas de la cachuda y los primeros y abundantes chisguetes de leche me bañaron la cara, mientras ella salía corriendo y yo detrás sin alcanzarla, “mugrosa, verrionda me la pagarás”, le grité entre risas, y que me desquitaría, luego de la picardía. Y continuamos ordeñando, mientras el resto de familia: sobrinas, sobrinos, mi hermano y madrina, daban agua al ganado y hacían otras actividades pecuarias, ese día…
La anterior es una anécdota que introduce al tema del ordeño, tradición y práctica campesina que connota varios aspectos de la vida social: la seguridad y soberanía alimentaria, la economía, el manejo ecológico: pastos y agua, el uso del suelo, normas y políticas públicas pecuarias…, y, sobre todo, lo que aquí se trata, el vínculo cultural del ordeño con la ruralidad, aportándole elementos de memoria y patrimonio a la identidad agraria.
La leche es un ingrediente para preparar, entre otros alimentos: jugos, café, chocolate, avena, changua, postres, coladas, masato o cremas de licores como sabajón. De la nata de leche se hace mantequilla, y entre otros usos, se coagula para hacer cuajada o queso; con el suero que sale del proceso de cuajar la leche se hacen baños para curar granos o el acné de la piel, o se alimentan los cerdos, gatos y perros. Con la mantequilla, también, se sazonan alimentos como sopas, se guisa el arroz y la pasta, que, acompañados de especias como perejil, tomillo, orégano, ajo…, producen aromas irresistibles al paladar y al apetito de cualquier comensal; pero sobre todo con la mantequilla y la cuajada casera, cremosas y agrias, se hornea el delicioso amasijo en sus diversas presentaciones: almojábanas, pan, arepas, galletas, mantecadas, rosquillas, etc.
La agroindustria lechera otorga a la canasta familiar derivados lácteos como el yogur, cremas y queso. Además, en torno a la leche se desarrollan otras tradiciones como el trueque o las visitas familiares comunitarias; los vecinos van y viene entre fincas para intercambiar mantequilla, queso, cuajada o la misma leche por huevos, verduras, harinas, tubérculos, frutas u otros productos del agro, a la par que se generan relaciones de convivencia y comunicación entre sí; como quien dice: dime qué comes y qué comercializas y te diré quién eres.
Pero además de ser uno de los principales ingredientes de la gastronomía, la actividad lechera vista en un escenario pecuario más amplio como el ordeño, es núcleo de las tradiciones y los patrimonios rurales, ya que, en torno a esta práctica se reproducen diversas manifestaciones culturales.
Al respecto, en el año 2017, la Unesco declaro los Cantos de trabajo del Llano colombo venezolano, patrimonio cultural inmaterial, pues sus cuatro variantes orales -sonoras: cantos de ordeño, cantos de cabresteo, cantos de vela y domesticación (silbidos, llamados, gritos, japeos) son tradiciones que se recrean, a diario, en hatos, corrales y sabanas del campo:
“Ponte, ponte Turupia, Turupia…
Noche negra o noche oscura,
el ordeñador la espera
con el rejo y la totuma.
Turupia, Turupia, ponte, ponte…”
“Muñequita, muñequita, muñequita,
que eres de color pintao
aquí yo estoy otra vez:
el que siempre te ha ordeñao” (Mincultura)
No obstante, según el Ministerio de Cultura [3], en la Colombia rural actual, continuos procesos de intercambio y mutación cultural ponen algunas tradiciones, como el ordeño manual y sus cantos, en riesgo de extinción. “Estas transformaciones son resultado de varias fuerzas externas, nuevos modelos económicos, procesos de urbanización y cambios en el uso del espacio y sus recursos que no solo han retado la continuidad de la ‘cultura llanera tradicional’ (y del campo), y sus sistemas de conocimiento, sino la de una de sus expresiones más representativas: los Cantos de Trabajo del Llano [4]”.
Pero este riesgo que acecha la tradición campesina, también ha propiciado el reconocimiento, el empoderamiento y la documentación -escrita o audiovisual- para la pervivencia colectiva de estos saberes y conocimientos, como el ordeño y las manifestaciones culturales en torno al mismo, y la continuidad y las condiciones de garantía para sus portadores y promotores.
Así, la práctica y tradición milenaria del ordeño se ha convertido nutriente vigoroso de la construcción narrativa de identidad cultural, y en bastión de las idiosincrasias locales con sus ricas y variadas manifestaciones que hilan la memoria y el patrimonio de un pueblo o de un territorio cultural, en este caso la campesinidad y la llaneridad. Pero además de las iniciativas escritas o los planes de salvaguardia, el campesino es consciente de su rol y compromiso de fortalecer estas prácticas en sus usos cotidianos y en la memoria agraria de un alimento de teta que trasciende, pues con leche hemos sido alimentados desde el seno materno.
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“Los cantos llaneros tienen una razón de ser, usted le canta a la vaca para ordeñarla y la vaquita se queda allí orejeando, no le esconde la leche, sino que se pone suavecito para ordeñar…”, señala el maestro llanero Hugo Ramon Martínez Arteaga (Mincultura, Plan Especial de Salvaguardia…) Por ello, desde este espacio de construcción de memoria: Z- Dok, auguramos larga vida al tradicional ordeño y a los campesinos y campesinas que a diario nos alimentan con leche y sus derivados, y nos alegran la vida con su arte inspirado en sus saberes y labores agrarias.
Territorio Teusacá (La Calera) – Bakatá, 01 de mayo de 2020. El de La Ruana.
1. Canción llanera: Lo criollo me identifica, compuesta por Marilyn y Nancy Vargas, canta Nancy Vargas.
2. La Uvita es un municipio de la región norte de Boyacá, valle fértil del Piedemonte de la cordillera andina en su vertiente oriental, donde la campesinidad aflora en sus mejores expresiones culturales del agro colombiano que, a su vez se nutre de la regia tradición llanera, por su cruce de ‘fronteras’ con el inmenso Llano en los departamentos de Arauca y Casanare.
3. Ministerio de Cultura- Colombia. Cantos de trabajo del Llano. 3 de 4 publicaciones sobre patrimonio cultural inmaterial.
4. Ministerio de Cultura (2013). Plan Especial de Salvaguardia de carácter urgente Cantos de Trabajo del Llano.