La minga de la comida, la solidaridad de los pueblos del Cauca en medio de la emergencia
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junio 1, 2020Autores: Ismael Paredes y Mábel Adriana Lara
“Yo soy albahaca, yo soy sabor, yo soy chillangüa, yo soy folclor… Yo soy la planta que da sabor, yo soy la planta que da gusto; yo soy chillangüa, yo soy sabor”(1)
… así le cantan en la mañana las matronas del litoral a las hierbas que sirven para condimentar la comida.
Los cantos de las mujeres campesinas a las plantas de sabor con que preparan los alimentos en las cocinas del Pacífico colombiano calan al gusto y al corazón, y alegran el ambiente mañanero. Cuando despiertan al nuevo día, ellas, dan gracias a Dios y se acicalan para cantar alegres a los primeros y nutridos manjares que preparan con dote y sabrosura.
Ese carisma y porte que hace a las mujeres negras auténticas, bellas y seductoras proviene de sus manglares, mares y ríos, que guardan la raíz africana de la cual provienen ellas; y pese a lo infortunado de su historia y su contexto llevan una vida alegre, irradian paz, coraje y una excelsa poética expresada en todo cuanto realizan: en sus bailes y cantos, alabaos o chigualos, en sus peinados, en sus coloridos atuendos, en su mirar y sonrisa, en su particular y picante humor, en sus saberes de parteras curanderas, en sus destilados, en su gastronomía…. unos y otros cada aspecto de su idiosincrasia, su arte y su cultura son, mágicamente, sublimes.
Al disponerse a preparar alimentos se adornan pulcramente y lucen con ropa de atrayentes colores que resalta su tono de piel morena, gracias a su linaje africano, además emperifollan sus bellas y abundantes cabellaras a trenzas y las cubren con un turbante o paño multicolor como solemne y ancestral símbolo de su tradición e identidad.
A su belleza se suma el aroma de las hierbas con que sazonan el pescado, la piangua y la papachina e impregnan el olfato, el estómago se agita en retorcijones alborotados; cuánto de aquella sazón es mágica y primorosa que solo ellas saben cómo crear.
Y así, también, en las primeras horas del día el ambiente litoral se torna inspirador, poético, cuando las nubes finas y texturizadas se diluyen con la brisa temprana en la selva pacífense: allí, “donde el sol sonríe al viento, mientras te pinta la piel de chocolate, donde el viento se lleva el sonido del tambor y te trae el olor de la marea a lontananza”, así nos cuenta en sus versos Mary Grueso, poeta del Pueblo Negro Pacífense, territorio de magia y sabor.
Así, de esa forma, el arte y la idiosincrasia del Pueblo Negro, sumado a la magia selvática y acuática del litoral nos adentran en portentosos viajes de la memoria.
Primera parte: El grito de libertad
Ocurrió una mañana en que los esclavos elevaban la plegaría al gran Orisha. En la tradición de los reinos africanos, que portaban los cautivos negros traídos al Pacífico, y conservan hoy sus herederos, se invoca a Elegúa -Elegba, Legba-: El Poderoso (2) , quien intercede ante las cohortes de deidades para que los difuntos alcancen la morada eterna de los ancestros.
Pero la oración matutina fue interrumpida por los tiranos opresores. El primer latigazo sobre la espalda del negro que conducía el ritual produjo un chasquido estridente; el siguiente hirió y penetró la carne del mandinga, quien emitió un grito desgarrante y prolongado que alborotó a los seres del litoral. Los chisguetes de sangre caliente y agitada salieron a borbollones de su carne floreada, silbaban cuan tonada del timbal y se estrellaban contra el árbol voluminoso por donde las hormigas arrieras subían y bajaban cargadas con sus cogollos; un imprevisto y fuerte remolino arrastraba hojarascas, sobrevolaban las mariposas y aves como el colibrí y el pájaro Guaco, que al ver el sometimiento y al oír las congojas del esclavo cantó, anunciando con su trinar que un acontecimiento insólito sucedería. La manifestación del ave fue infalible, y el pequeño pájaro hasta hoy ha augurado las desgracias y transformaciones ambientales o sociales que les han sucedido a los herederos del desierto y los reinos africanos.
El quejido y grito desgarrador del agobiado negro hicieron titubear al verdugo: un corpulento chapetón cobrizo de patillas abultadas; no fue una contrición ante la costumbre macabra de castigar esclavos, sino el presagio de que sus golpes producirían un extraño acaecer. Cuando iba a asestar el tercer azote al herido, el español recibió a cambio un mazazo brutal en la nuca que lo hizo arar de jeta y besar aquella tierra ancestral a orillas del río San Juan.
Aturdido como quedó el gran hideputa opresor -quien al día siguiente sería presa de las aves carroñeras- no tuvo tiempo de discernir que se hallaba frente a una sedición planeada que, muchos años después, habría de llevar al gran Pueblo Negro a la libertad.
Aquel amotinamiento cimarrón se había fraguado la noche antes en un cabildo secreto de los negros, pero tenía precedentes concebidos hacía años cuando algunos esclavos, ancestros, escapaban al llegar a Cartagena de Indias, o cuando aquella vez un grupo de negros africanos traídos como esclavos al entonces reino de la Nueva Granada, había intentado hundir una barca en las Antillas para huir en sus balsas, pero fueron contenidos por la tropa española.
Pero esa mañana en la inmensidad mágica del Chocó, y sin darle tiempo a los españoles de reaccionar, los negros sublevados elevaron a Elegua una súplica insondable de libertad, un grito que se prolongó por la selva chocoana, aquella vez cuando Barulle y los hermanos Mina, líderes esclavizados, organizaron la cimarronada en Tadó, un pueblo y enclave minero que los esclavistas extranjeros controlaban y manejaban con mano y látigo de hierro.
En sus memorias, los actuales pobladores negros recuerdan, con gratitud, cómo aquella vez cuando se oyeron los sonidos del tambor, santo y seña llamando a la rebelión, acudieron unos doce cimarrones, en comienzo, y que luego se fueron sumando hasta completar un grupo de doscientos negros armados de palos, machetes y hachas para enfrentar a sus verdugos.
Los españoles apuntaron sus arcabuces y bayonetas, pero no pudieron repeler la asonada; la reina inmaculada de los negros: la libertad, se sobrepuso a la tiranía de la corona española, y vencería, posteriormente, a la opresión. Ese capítulo macabro de la esclavitud, llamada trata trasatlántica, se recrea en la memoria de los ancestros y sus herederos del gran Pueblo Negro, sobrevivientes al sometimiento y al exterminio causados por la barbarie de los opresores al servicio del poderío español. En la infame trata murieron millones de negros provenientes de portentosas dinastías y cosmogonías africanas; pero aquella legendaria herencia cultural y religiosa traída de África sobrevivió al terrible genocidio, y hoy los actuales habitantes del Pacífico recrean y expresan, llevando ese legado al esplendor artístico y cultural de su pueblo.
Pero esa mañana, a comienzos de noviembre 1.727 en Tadó, los esclavos sublevados mataron al capataz y a catorce chapetones más, aunque el visitador eclesiástico y nueve españoles más escaparon despavoridos por el río San Juan, saboreando, así, el néctar de su propia medicina o de su propia degradación; pero lo que más aterraba a los déspotas verdugos que huían por el río eran los gritos eufóricos de los cimarrones que proclamaban a Barulle como su Rey, desconociendo de tajo la potestad de la tiranía española.
Al oír, a lo lejos, la algarabía de la cimarronada proclamando su libertad, a los chapetones se les erizaron las sucias greñas; temblando y orinados del susto al llegar a Citará (hoy Quibdó) informaron lo sucedido al gobernador y pidieron apoyo militar a las minas reales del Valle del Cauca y de Popayán para contener la fuga de los esclavos.
Ya en la noche del mismo día, los esclavos negros celebraron su primera victoria, o por lo menos se dieron un aire libertario ante la humillación de sus vidas en casi doscientos años de esclavitud; así que alrededor de una hoguera danzaban y entonaban esos cantos ancestrales, entre dolidos y alegres, de la memoria de sus antepasados.
Más de doscientos esclavos congregados allí rememoraban humillaciones e injusticias contra sus hermanos africanos por parte de los españoles: castigos físicos, ultrajes, arduos trabajos en la mina o peligrosos recorridos por los ríos como bongueros para transportar comida y el oro que los españoles robaban, comerciaban y enviaban a la corona, al otro lado del Atlántico. También los cautivos africanos planeaban su libertad, esa noche, al calor del fuego y al ritmo de cantos anhelaban bogar sus ríos de libertad; en sus peinados trazaban la ruta de escape en forma de mapas, y se organizaban en redes comunicativas voz a voz por los ríos y los enclaves mineros.
Sin embargo, dos meses después los españoles regresaron a Tadó con más refuerzos militares, y los esclavos que habían provocado el motín fueron asesinados; sus cabezas se expusieron públicamente como escarmiento. Barulle fue encarcelado, y posteriormente ejecutado. Desde entonces los españoles desarrollaron estrategias persuasivas, algunas, como mejorar el trato a los esclavos, mezclar hablantes de distintas lenguas para impedir comunicación entre sí, o prohibir la navegación por los ríos para evitar las congregaciones de cimarrones.
Pero otras medidas fueron todavía más represivas, el látigo y la prisión a quienes intentaban fugarse, explica el etnólogo Rogerio Velázquez (3) ; los españoles infligían humillaciones a los cautivos: manoseaban, morbosamente, los senos, nalgas y partes íntimas de las mujeres, las tiraban de su cabellera como ramas de barrer, a los niños les pateaban la cara y golpeaban sus cabecitas contra las piedras y tapias de las viviendas, y a las concubinas las hacían abortar.
Pero aquel intento libertario no fue el único ni sería el último; que se tenga memoria en 1676 en Neguá, había tenido lugar un levantamiento de negros esclavizados, que al igual que el de Tadó no fructificó por la reacción de los esclavistas, la inferioridad poblacional y de armas de los negros frente al poderío español, además no todos los esclavos estaban de acuerdo con la causa libertaria. Incluso, algunos dicen que Barulle, primer Rey negro en el litoral Pacífico, fue traicionado por un esclavo africano, quien lo vendió para ser apresado y posteriormente degollado como una res por parte de los españoles.
Otra sublevación que se recuerda con fervor en la memoria del Pueblo Negro, fue la del Valle del Patía, ocurrida en 1732, liderada por Jerónimo, un líder negro que huyó de las minas con cuarenta esclavos y formó un palenque, y que luego fue destruido en una ofensiva española ocasionándole la muerte a él, y la reducción de su gente a la esclavitud nuevamente.
Sin embargo, esas primeras cimarronadas avivaron la conciencia política y la búsqueda de libertad del Pueblo Negro, pues como analiza, hoy, la escritora sudafricana Nadine Gordimer: aquella era una búsqueda incipiente, aunque decidida, pues se tenía que eliminar ese régimen de opresión, pero no se tenía ni el tiempo ni el relajamiento para pensar en las circunstancias o problemas que vendrían después, sólo, entonces, “pensábamos: Libertad”.
Con el tiempo aquellas tentativas de sublevación esclavista contra la opresión fructificaron en la conciencia, lo que, sumado a los tiempos y espacios en los que recreaban sus ritualidades y religiosidades conllevaron, posteriormente a la preciada libertad, y a que el cimarronismo se convirtiera en un proceso que reafirmó la esencia del Pueblo Negro, heredero de miles de reinos y linajes del gran desierto africano como los Muntu-yorubas, y les ha permitido hoy por hoy mantener sus tradiciones culturales como los cantos, la danza, al estética, la música, la gastronomía, la curandería, el arte de labrar instrumentos, la navegación, la esgrima y todas aquellas manifestaciones poéticas del arte del manglar.
Espere la segunda parte: Bogando la Libertad
***
Agradecimiento especial al Pueblo Negro, y a la matrona Lucía Solís; sea un homenaje al mes de la Afrocolombianidad.
Por: El de La Ruana, Teusacá – Bakatá, mayo de 2020.
[1] Lucía Solís, matrona curandera nos regala este canto, emblema del arte del gran Pacífico.
[2] Manuel Zapata Olivella: Changó, El Gran Putas.
[3] El Chocó en la independencia de Colombia (revista Poligramas, Univalle, 2010)