Autores: Ismael Paredes y Mábel Adriana Lara
Ese día, los viajeros tenían su mirada pérdida en el espacio y la memoria. No tenían valor de remar; el potrillo avanzaba lento, quien lo capitaneaba apoyaba, intrépido, su cuerpo y su fe en el canalete, confiándole al palo amigo el peso de sus congojas. Los demás ancestros se miraban compungidos entre sí, compartían un dolor colectivo, “a la luz matinal, su cabeza encanecida, enseñaba cómo es de valeroso haber vivido tantos años luchando a brazo partido con(tra) el mundo…”: Arnoldo Palacios (Las Estrellas Negras).
Segunda parte. Bogando la Libertad
La memoria de la larga historia y el sufrimiento que padecieron los ancestros negros en tierras colombianas, como su regia identidad cultural se han forjado y escrito, en su mayoría, en los viajes por los ríos, esteros y mares, como aquella vez que un grupo de aguerridos negros se medían a cruzar altamar en un potrillo, cuando todavía era rústico el arte de la navegación.
Esa tarde que emprendieron viaje el viento a favor en el río Micay hacía avanzar rápidamente el potrillo; y ya en la noche el fulgor y los relieves recónditos de la luna llena reflectaban una imagen mágica en el agua, lo que sumía a los navegantes en profundas reflexiones. Con aquel espectáculo celeste los viajeros negros que bogaban a Buenaventura evocaban el desarraigo de sus ancestros africanos traídos como esclavos al ‘nuevo mundo’ por los europeos en aquel periodo degradante cuando el comercio de esclavos negros se consideraba legal.
No obstante, con el tiempo se desenmascaró aquel eufemismo infamante, cuando destacados hijos del Pueblo Negro, como el escritor Manuel Zapata-Olivella precisaron que no se trató de un periodo mercantil como lo llamaron los esclavistas españoles o europeos, sino que fue un brutal genocidio físico y cultural contra los herederos del gran desierto del otro lado del océano, siendo reducidos a la esclavización, y ocasionando la pérdida de sus lenguas y casi el exterminio de su cultura.
“El comercio de esclavos africanos, que se prologo por trecientos años, fue la fase más brutal y abyecta de aquella conquista. Trecientos años de batidas, redadas, persecuciones y emboscadas que organizaron los blancos, a menudo con ayuda de compinches africanos y árabes. En condiciones infrahumanas, hacinados en las bodegas de los barcos, millones de africanos fueron transportados al otro lado del Atlántico para que allí, con el sudor de sus frentes, construyeran la riqueza del Nuevo Mundo” (Ryszard Kapuściński, Ébano).
Pero si bien la historia y la historiografía respecto a la esclavitud, justificaron, en comienzo, la barbarie, posteriormente la memoria, la narrativa y las reivindicaciones se encargarían no solo de condenar la atrocidad contra el Pueblo Negro, sino de develar su brutal procedimiento y su macabro interés. En palabras de Zapata-Olivella, para que el orden esclavista incorporará a su producción más de cincuenta millones de esclavos africanos, y otros tantos que murieron en la captura y travesía del Atlántico, se sustentó en sofismas racistas que justificaron ante las conciencias humanistas el mayor y cruel genocidio cometido contra la especie humana.
Tras su sentida reflexión, los viajeros elevaban su plegaría y su canto a la luna: “con los rayos de la luna la noche se iluminó y nuestra canoa partió”; y recitaban otros versos poéticos que después enraizarían en los artistas y poetas negros: “cuando muera quiero que coloquen una enorme ola para en las noches de luna salí a navegá” [1]; “la luna estará despierta cuando viaje a la medianoche entre el brillo de las estrellas”[2]…; “sonrisa de la noche con estrellas y luna sobre la espuma de las olas”[3].
Aquel viaje lo realizaba un grupo de negros quienes habían organizado sus palenques a orillas del río Micay hace más de un siglo, tras su emancipación y cuando, todavía, la navegabilidad era rudimentaria, pero el manejo del tiempo era portentoso: las señales naturales y los astros guiaban las actividades de cosecha, pesca, medicina tradicional y navegación, entre otras.
El día siguiente amaneció esplendoroso, pero rápidamente se nubló el firmamento y el fuerte aguacero que se desgajó, minutos después, hacía crujir y saltar la canoa, y amenazaba romper el caparazón inserto al potrillo para proteger los viajeros del calor y de las recias lluvias. Dos horas después, cuando escampó, los negros avanzaron río abajo un trayecto considerable.
Cuando el sol se ponía en aquel territorio, los viajeros paraban a comer: pescado y carnes de monte ahumadas, tapado de pescado con banano que las mujeres condimentaban con hierbas como el poleo, la albaca y la chillangüa, y empacaban en hojas de plátano para el avío de sus hombres durante el viaje. Luego remaban un par de horas más y cuando ya no veían el sol para guiar la canoa, acampaban a orillas del río y dormían en su potrillo.
A la madrugada, al ritmo de la luna, retomaban el viaje a canalete. Mientras el día llegaba reflexionaban, sin entender, sobre la extravagante ambición de los españoles que sometieron a sus ancestros para extraer y acumular, embrujados, el oro; al cual veían como un tesoro y producto comercial, mientras para los afrodescendientes era un mineral sagrado que extraían y usaban para intercambiarlo por prendas de vestir o víveres como la sal.
Cuando resplandecía el nuevo día, los abuelos cantaban a las aguas de vida, testigas de la historia del Pueblo Negro, “negro amigo, ven conmigo, je… je… no será tu canto espejo del llanto, tal ve…”[4]. Y, después del verso ofrendaban viche curao a los espíritus costeros y a sus ancestros; mientras tanto, ellos inferían un trago para reconfortar energías y agradecer a las deidades por permitirles realizar aquel viaje para intercambiar sus productos agrícolas, artesanales o medicinales por otras mercancías de consumo en sus comunidades.
Y así, remando y remando, recordando y recordando, dos días después divisarían la bocana y entrarían a alta mar, para, en otros cinco días, arribar a Buenaventura. Los viajeros habían llevado botellas curadas de viche para tratar a algún enfermo en el camino o al llegar al pueblo de Buenaventura. Una vez en la plaza o en alguna esquina donde exponían el viche y sus mercancías la gente de la ciudad o foráneos de otros pueblos se acercaban, entre respeto y curiosidad, ante aquellos experimentados negros que habían cruzado la mar en un potrillo, y con una bandera que se ondeaba al viento y les ayudaba a arrastrar la canoa. En un abrir y cerrar de ojos la gente compraba las botellas de viche que los viajeros exponían, antes que la ‘autoridad’ policial se las decomisara.
Era entonces, la época de incautación del viche y de persecución a quienes lo producían, por ello los viajeros andaban precavidos; en una ocasión habían tenido que arrojar el viche al río para evitar ser apresados por la Guardia de Rentas, o policía estatal encargada de incautar la bebida artesanal. En este periodo comprendido entre 1930 a 1980 se aplicó, abusivamente, la Ley Antialcohólica, pero contrario a beneficiar la renta del país, aumentó el contrabando de licores, ya que el destilado era sustento de la economía campesina.
Al décimo día de aquel viaje los bongueros remaban de regreso a Micay, habían dejado atrás el océano y cuando divisaron el estero casi anochecía, pero todavía se observaban bandadas de garzas, que ofrecían un avistamiento fenomenal en el Manglar del Micay. Allí, donde las mujeres negras cogen la piangüa, un molusco apetecido en la gastronomía del Pacífico. Esa noche los viajeros se hospedaron allí, y las mujeres negras les prepararon yuca, patacones y piangüa sudada con leche de coco, chillangüa y otras hierbas que avivaba el apetito de los comensales, mientras ellos bebían viche y les recitaban versos a las bellas cocineras.
Al día siguiente, intercambiaron mercancías con las piangüeras e iniciaron su viaje de regreso por el río; al despedirse las mujeres les ofrecieron viche y un canto a los viajeros: “A dónde se da la piangüa, en la raíz del manglar; cómo hacen para cogerla: las mujeres se meten al barro y sacan la concha de allá; dónde está la concha, dónde está…”
Dos semanas después de pasar penosos trabajos por río y mar: salvando la furia de ventiscas, lluvias y tormentas, remando de día o noche según las condiciones climáticas y la orientación de los astros los negros bogaban por el río Micay de regreso a sus comunidades. Pero aquella alegría del retorno la opacó un mal peor. Los viajeros veían las llamas devorando sus cultivos de pan coger y el humo que salía de los cañales mezclándose con la neblina del amanecer; entonces, se les encogió el corazón. Se enteraron de lo ocurrido cuando pararon a desayunar en la casa donde debían dejar un viajero, y el resto continuar río arriba hacía sus palenques.
Los viajeros saludaron a la voluptuosa negra que preparaba un rico encocado para recibirlos, pero ella cayó, abatida, en brazos de su esposo que regresaba. Les contó que el día antes cuando ella y otros miembros de la comunidad azocalaban caña, los policías había incendiado los cañaduzales, bebiendo guarapo y viche hasta emborracharse; los so malparidos guardias habían insultado a la gente diciéndole: brujos demoniacos, vamos a destruir sus menjurjes… Que luego del ultraje los policías habían destruido botellas, vasijas de barro y recipientes; el alambique lo habían decomisado y habían apresado a varios hombres, a otros los habían amasado a palos y los habían dejado sangrando en los playones. Abatidos por la noticia, los viajeros se dieron por bien servidos al salvar las botellas de viche durante el viaje, y haberles dado el uso medicinal por el cual las habían curado.
Cuando los viajeros regresaban, aquella mañana, el potrillo avanzaba lento, no tenían valor de remar; su mirada estaba pérdida en el espacio y la memoria de los tiempos. El aura solemne del día se tornó espectral en sus corazones y los cantos brotaban pesarosos: Ganamos la libertad y nos quitan dignidad, nuestro sabere y tradicione reprime la autoridad; Vichecito en flor, viche sagraó castiga a los ofensores y dano valo pa´ hace el destilaó y mucha botellitas de curaó… “Negro soy desde hace muchos siglos. Poeta de mi raza, heredé su dolor…”[5]
Tenemos una suerte maligna… y negra, explotó Wilner Grueso, el viajero más joven del grupo, apoyando intrépido su cuerpo y su fe en el canalete, confiándole al palo amigo el peso de sus padecimientos y la persecución incesante y maldita contra su pueblo; humillaciones y leyes injustas e inmerecidas infligidas por los blancos, “maldecida suerte… no más guardias hijueputas…”, maldijo y su voz se ahogó -suave y dolida- en el arrullo del río y la infinidad de la selva; los demás ancestros se miraban compungidos entre sí, compartían aquella queja colectiva, pena maligna que algún día acabara, decía un abuelo bonguero, quien: “a la luz matinal, su cabeza encanecida, enseñaba cómo es de valeroso haber vivido tantos años luchando a brazo partido con el mundo…”[6], luchando, más bien, contra el malparió y puto mundo y su corroída sociedad de mierda, corrigió Wilner, ahogando su voz y su angustia en la botella de viche, ya, a esa hora, vacía; el negro escurría el último sorbo de trago en su dolida garganta.
Al regresar a sus casas, para amortiguar el dolor los viajeros regocijaron sus penas con viche; al calor del fuego sagrado tocaron los instrumentos ancestrales, el tambor, guasá y marimba, instrumento que tan fascinantes remembranzas suscitaba. El origen de la marimba se remonta años luz cuando fue creada por los espíritus pérfidos de los bosques de África, y es concebida como la lucha entre el bien y el mal… Otra evocación al carismático instrumento afirma que la marimba no tiene dueño; su música está por encima de los hombres y de los dioses de los hombres, así como de sus demonios; Ella está ahí para quien se obsesione con su sonido…[7]
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Recreando en la memoria los viajes de los ancestros del Pueblo Negro hemos escarbado en el litoral insondable que tanto tiene por contarnos sobre el origen, la historia y la cotidianidad en sus penosas travesías, pero también enriqueciendo su poética con la magia y la fascinación de su arte, sus tradiciones y cultura; primero desarraigados de sus culturas, reinos y territorios cosmogónicos y traídos a un nuevo mundo desconocido para ellos donde agotaron sus vidas como esclavos en haciendas agrícolas o en socavones mineros. Pero en medio de ese suplicio infligido los ancestros negros conservaron y heredaron a sus descendientes el arte, la historia, la mitología, las tradiciones, las culturas y religiones africanas, que a su vez habían aprendido de sus antepasados que pisaron estos suelos en condición de esclavos, y hoy nos enseñan el valor incalculable e irreductible de la dignidad y la libertad humanas.
Espere la tercera y última parte de esta crónica, Arte y memoria del manglar: La travesía del Micay
Agradecimiento especial a: Yuri Tatiana Ángulo y Wilner Perlaza, jóvenes del Consejo Comunitario El Playón- Río Siguí, López de Micay, y a Laurita Cadena, artista, caminante e inspiradora del Pacífico Grande… quienes cooperaron su arte, sus historias y su tiempo maravilloso para tejer este relato.
[1] Mary Grueso: “Contando el cuento”.
[2] Manuel Zapata Olivella: Changó: El Gran Putas.
[3] Helcías Martán Góngora. Evangelios del Hombre y del Paisaje Humano Litoral.
[4] Helcías Martán Góngora (Negro)
[5] Jorge Artel (Negro Soy, Tambores en la Noche)
[6] Arnoldo Palacios (Las Estrellas Negras)
[7] Harol Muñoz. Nadie grita tu nombre, Editorial Emecé, 2018.