Saakelu, kwesx kiwe üus fxiwtxi fxitxna – Ritual sagrado del despertar de semillas
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septiembre 22, 2020
Cinco de la mañana del martes 27 de septiembre de 2016 en Suiza, diez de la noche del lunes anterior en Colombia. Suena el teléfono, me angustio, pero es mi papá con una voz cargada de alegría:
- “Amor mio, llegó el gran día, ese que mi generación, la de mis padres y la tuya, hemos esperado por tantos años. Firmamos la Paz”.
- “ Por fin, cesó la horrible noche”. Contesté. El siguió:
- Mis nietos, crecerán en un país hermoso, lleno de oportunidades, nos iremos a bañar a un rio, veremos las puestas de sol desde las verdes montañas, conocerán el Gran Cauca, este departamento mágico entre los Andes y el Pacifico, lleno de multiculturalidad y riqueza natural, nos comeremos una fruta sentados al borde del rio Patía. Seguro iremos al Parque Natural Munchique, al Purace, a las termales de Coconuco, a Guapi, al parque arqueológico de Tierradentro, y a acampar en uno de estos lugares de ensueño, te imaginas ir a la Isla Gorgona?
Lo escuchaba, al tiempo que consultaba en los medios de comunicación, El New York Times tenia un titular que rezaba: “Colombia firma el Acuerdo con las FARC después de cinco décadas de guerra” (Colombia Signs Peace Agreement With FARC After 5 Decades of War). La RTS Radio Televisión Suiza, tenía una emisión al respecto, la presentadora anunciaba: “Colombia vivió el lunes un día marcado con una paloma blanca en los libros de historia, firmando con la guerrilla de las FARC un acuerdo de paz que pone fin a un conflicto armado de más de medio siglo”.
La mujer, no podía ocultar su felicidad al dar la noticia, me llenaba el corazón ver a una persona tan ajena a mi país, hablando en francés y a tantos kilómetros de distancia, con ese aire festivo. “Pero claro, la paz nos debe poner contentos a todos”, pensé. Yo seguía escuchando a mi padre y sus sueños con el Departamento del Cauca, que tengo la certeza que nadie conoce y es más que nadie ama más que él.
Pasaron algunas semanas, una noche, mi esposo y yo nos sentamos al calor de un vino y empezamos a soñar con la vida en una Colombia en Paz, recordamos con risa y picardía esos días del colegio juntos en Popayán, nos imaginamos a nuestro pequeño estudiando en Colombia, jugando con amiguitos, haciendo la novena de aguinaldos, llevándolo a Silvia, a Caldono, a Santander de Quilichao y a todos los rincones sagrados de los abuelos.
Pocos meses más tarde, estábamos haciendo maletas, lo que más metimos en ellas fueron ilusiones, expectativas y sueños. En verano del 2017, era una realidad, estábamos en Colombia, en el Dorado, en el país del café, las esmeraldas, la puerta de oro de Suramérica. Y sí, tristemente el país que llevaba cincuenta años en una guerra absurda que había cobrado la vida de miles de colombianos. Pero esta vez era diferente, porque llegábamos a un país en paz, con la claridad que era un proceso, que en las venas de nuestra sociedad había todavía mucho por corregir, que la cultura de la mafia y de la guerra había impregnado lo más profundo del alma colombiana, pero que habíamos dado un gran paso.
Los primeros meses en Colombia fueron mágicos, fui testigo directo de la paz, la sentí, la viví, la respire, disfrute cada segundo con mi familia, comí de todo, fui a los pueblos que tanto amo en el Cauca y que por tantos años fueron zona roja, atravesé ríos, jugué con mi hijo, fui a la plaza del mercado. Pero mi felicidad no duraría mucho, la contienda política presidencial se avecinaba y con ella una serie de disputas absurdas y extremas, cargadas de fanatismo y populismo, empecé a ver familiares y grandes amigos en batallas campales, por defender a una clase política amoral e infinitamente corrupta; en las ciudades un clasismo fuertemente acentuado e indolente, al lado de miseria extrema en cualquier semáforo.
Un año más tarde, todo había cambiado, había un nuevo gobierno, un país absolutamente parcializado, era difícil tener una opinión casi sobre cualquier cosa porque tenía inmediatamente un estigma, una marca, en la frente. De repente la mayoría eran expertos en geopolítica y macroeconomía, pero muy pocos en ética y valores. Empecé a sentirme más sola que cualquier día frio y gris de mis primeros inviernos en Europa. Entonces, volvimos a hacer la maleta, con recuerdos, con frustración y a pesar de todo con mucho amor a Colombia.
Dos años después no saben el dolor que se siente desde lejos, volver a ver tu país en guerra, soy consciente que hablo desde el privilegio, pero soy consciente también que es tan solo un golpe de suerte y que mientras yo estoy aquí en Suiza, en uno de los mejores países para vivir en el mundo, mis hermanos colombianos están otra vez allá, matándose, otra vez masacrándose. Solo puedo decirles que los que podemos irnos, lo hacemos, pero nos vamos sangrando, nos vamos con la impotencia del que tiene a un ser amado desahuciado y no puede hacer nada para salvarle la vida, los que nos vamos tratamos de hacer patria, con pequeños o grandes gestos, los que nos vamos seguimos siendo colombianos y seguimos soñando con ese país maravilloso pero en paz.