La Fuente amamantadora
febrero 18, 2021Merenberg Preservando un futuro
noviembre 7, 2021Foto reportaje visual en ocasión al Día de la Madre Tierra (22 de abril), respecto a algunos lugares neurálgicos (en Colombia) de nuestro hogar entrañable, y una breve reflexión respecto al cuidado y respeto que le profesamos o al daño que le hemos causado.
Decía el cantor Facundo Cabral (a propósito de una década póstuma), que el hombre moderno cree que a la tierra sólo puede medírsele por su precio, por sus recursos y por su extensión; esa visión que funge como preponderante en la actual sociedad es muy diciente en la medida que sobre casi toda la tierra se ha volcado el desarrollo industrial (en todas sus expresiones: agroindustrial, minero energética, forestal, pecuaria, hidrográfica etc., y hasta los suelos polares y desérticos son explotables por el hombre) y pareciera que otras valoraciones más espirituales, culturales, éticas y ambientales sobre la Tierra se consideren menos importantes.
Sobre eso han advertido de manera recurrente las poblaciones nativas, étnicas y rurales, que por sus cosmogonías y su vínculo con la tierra como cuna entrañable y vientre de madre dadora de vida le han dado una concepción y manejo equilibrado en el uso y conservación de recursos y le han ofrendado ritualmente para hacerle sostenible y cuidarla como ese templo u hogar en que se venera a una Madre generosa que alimenta y hace posible la vida de sus hijos e hijas, una concepción presente en las tradiciones y las mitologías ancestrales étnicas – campesinas.
A las voces y acciones ancestrales que piden ecuanimidad y respeto con nuestra Madre Tierra, se han sumado diversos actores de corrientes, pensamientos y geografías distintas como los campesinos y trabajadores de todo el mundo, artistas, ecologistas y ambientalistas, académicos y científicos, buscando una manera más sensata y ecuánime de relacionarnos con la Madre generosa, pero que para los detentores del progreso a toda costa es vista, únicamente, como fuente de riqueza.
La bióloga e investigadora Rachel Carson, por ejemplo señalaba a mitad del siglo pasado, que “está clarísimo que los humanos hemos tomado un camino peligroso”, entreviendo, entonces, dos caminos para relacionarnos con nuestro planeta; uno, ya recorrido ampliamente: el de la destrucción ambiental que ha conducido al desastre: contaminando el aire, la tierra y el agua con residuos peligrosos, letales; esta polución es irremediable, pues la cadena de desastres afecta, irreversiblemente, al mundo que soporta la vida y a los tejidos vivos. El segundo camino planteado, el más ameno y el que deberíamos continuar, es el de la restauración y la protección ecosistémica que asegura la conservación de nuestra tierra[1].
Con la publicación del libro Primavera Silenciosa (en 1960), Carson impulsó el debate sobre el mal manejo del entorno natural por parte del ser humano. Una discusión surgida a su vez de movimientos ecologistas del mundo, hacía ya más de un siglo, en procura de una nueva forma de relacionamiento del hombre con la tierra, como lo expone Martínez-Alier, al referirse a la deuda ecológica de las grandes industrias y empresas con el planeta, y que aún no han sido resarcidas[2]. Esa forma de convivir en armonía con el planeta, auscultada por las manifestaciones ecologistas ambientalistas, se entreven de forma plausible en la concepción y en la práctica tradicional de los pueblos étnicos, nómadas o campesinos que han cohabitado gratamente con la naturaleza.
Esta visión ancestral se refleja, por ejemplo, en el Buen Vivir, forma de vida adoptada por algunos pueblos indígenas, sobre todo de la región andina, para referirse al florecimiento de sus culturas y tradiciones, menguadas tras la llamada conquista. En este escenario, es fundamental la comprensión integral del territorio, aspecto que hoy por hoy los indígenas, el Pueblo Negro y los campesinos (para el caso de Colombia, aunque aplica a muchos otros pueblos y territorios) consideran como sostén de sus formas de vida, sus culturas y sus tradiciones.
Para estas comunidades el territorio es un entramado cultural, que más que un elemento espacial en un acervo simbólico y una forma de vida donde se recrean sus prácticas rituales, espirituales y de memoria como ejercicio de pervivencia física y afianzamiento de su identidad que, dadas las distintas intromisiones o agresiones en su contra, como el colonialismo, el territorio se ha convertido en ejercicio de resistencia y re-existencia de su ser indígena o campesino.
Pero, fuera de estas cosmovisiones y prácticas de manejo, el ambiente se degrada. El hombre y sus actividades ha trasformado, sobre todo en los últimos setenta años, los ecosistemas de forma rápida y extensiva, sin parangón con ningún otro período histórico, en gran parte para resolver las demandas crecientes de alimento, agua, madera, fibra y combustible, debido a su vez al acelerado crecimiento poblacional humano, generando con ello una pérdida considerable y en gran medida irreversible de los recursos y la biodiversidad de la vida en la Tierra, como lo señala el ecólogo Raúl Ondarza[3].
Y no es para menos la preocupación; indígenas, campesinos y ambientalistas constantemente revelan la sequía de manas de agua y ríos, se descongelan glaciares, se talan por cantidades de bosques, se proliferan inundaciones e incendios, los movimientos telúricos y huracanes cada vez son más fuertes y las comunidades son más vulnerables a las manifestaciones naturales que el hombre llama desastres naturales, sin inquietarse por su responsabilidad en tales catástrofes; y lo más preocupante es la alteración climática o calentamiento global, que se ha manifestado de manera vertiginosa y según cálculos científicos este aumento ha sido provocado por acciones humanas, algunas de ellas ya mencionadas.
De cara al futuro los investigadores Silver y DeFries[4], plantean la posibilidad, muy real, de que las acciones humanas agoten los recursos genéticos y naturales de la tierra, cambiando el clima y la composición de la atmósfera, alterando con ello el equilibrio natural de la Tierra, y que las repercusiones en la existencia universal sean inciertas y amenazadoras. Algo que ya había planteado, también, Garrett en su investigación: ‘La tragedia de los comunes’ (publicada inicialmente en la revista Science, 1968), señalando que, los problemas prácticos que hemos de enfrentar, próximamente, con tecnología previsible es claro que aumentaremos grandemente la miseria humana y la degradación ambiental si en el futuro inmediato no asumimos que el mundo y los recursos disponibles para la población humana terrestre son limitados, y no cómo se creía que eran ilimitados[5].
Sin embargo, el panorama es, todavía, esperanzador. Silver y Ruth DeFries, señalan que, si bien vivimos un período histórico de crisis ambiental y transición tecnológica, también se evidencia un nivel de conciencia para resolver el conflicto entre las actividades humanas y las limitaciones ambientales. Predicen, los autores, que, si bien el mundo y sus recursos son limitados, pero si hay un uso y un manejo adecuado de la tierra, ella nos proporcionará alimentos y energía para satisfacer las necesidades de la población mundial, duplicada en el último medio siglo. Pero, así mismo, advierten que, para ello, necesitamos desarrollar una visión más integral a la hora de trazar nuestro futuro colectivo, que se refleje en firmes políticas ambientales e instituciones con liderazgo y sólido asesoramiento científico, incrementando la comunicación y el pluralismo cultural para que haya apertura al diálogo y al consenso social en favor de la conservación de nuestra Madre Tierra.